La Epístola a los romanos fue escrita por Pablo de Tarso cuando él se encontraba en Corinto en el invierno entre el 57 y el 58 d.C. Como Pablo deseaba viajar a Roma, quiso presentar a los romanos un resumen del Evangelio, mostrando que Cristo es la única y la sola esperanza de salvación para todos los hombres sin distinción alguna entre los hebreos y los gentiles (los que no eran hebreos).
Ya en los versos (1, 16-17) se observa la síntesis de la enseñanza profunda de la Epístola a los romanos. Veamos los pasajes correspondientes:
Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego.
Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.
En estos versos, Pablo de Tarso proclama que la salvación es un don de Dios. Un don inmenso, inconmensurable. Esta es ofrecida con la Gracia y hecha posible por el sacrificio de Cristo sobre la cruz, y es aceptada por medio de la fe, o sea el total abandono a Dios. La salvación no se obtiene entonces por el cumplimiento de la Ley mosaica, ya que quien respetara al pie de la letra los diez mandamientos seguiría siendo un pecador, y no se obtiene tampoco con las obras, ya que estas, incluso siendo grandes, no pueden ser comparadas con la vida eterna. La salvación viene solo de la fe en Cristo Jesús y en su sacrificio expiatorio sobre la cruz.
Este concepto está muy bien expresado en el cuarto capítulo de la Epístola a los romanos. Veamos los primeros pasajes (4, 1-12).
¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre según la carne?
Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios.
Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia.
Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia.
Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, Y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado.Salmos
¿Es, pues, esta bienaventuranza solamente para los de la circuncisión, o también para los de la incircuncisión? Porque decimos que a Abraham le fue contada la fe por justicia.
¿Cómo, pues, le fue contada? ¿Estando en la circuncisión, o en la incircuncisión? No en la circuncisión, sino en la incircuncisión.
Y recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso; para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia; y padre de la circuncisión, para los que no solamente son de la circuncisión, sino que también siguen las pisadas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado.
Como sabemos, la religión hebrea había creado un sistema de salvación mediante las obras. No solo obras buenas, sino ritos, liturgias y ceremonias (por ejemplo, el rito de la circuncisión). Según la religión hebrea (¡pero no según el Tanaj!), quien siguiera al pie de la letra aquellos ritos, obtendría la salvación.
El concepto que expresa el hebreo Pablo de Tarso está en cambio perfectamente de acuerdo con el Tanaj. En efecto, Pablo hace notar que Abraham no se había ganado la salvación a partir de obras meritorias, sino gracias a la fe. De hecho, leemos en el Génesis (15, 6):
Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia.
Por tanto, según la Biblia entera, Dios no perdona al pecador con base en sus obras. Al contrario, Dios perdona al pecador con base en su fe en Él. Abraham fue redimido por la Gracia de Dios con base en su propia fe en Él antes de someterse al rito de la circuncisión.
También David es perdonado por Gracia como él mismo escribe después de haber cometido varios pecados. (Salmo 32, 1-5):
Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado.
Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad,
Y en cuyo espíritu no hay engaño.
Mientras callé, se envejecieron mis huesos
En mi gemir todo el día.
Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano;
Se volvió mi verdor en sequedades de verano. Selah
Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad.
Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová;
Continuemos analizando el cuarto capítulo de la Epístola a los romanos. Veamos el pasaje (4, 13-24):
Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su descendencia la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe.
Porque si los que son de la ley son los herederos, vana resulta la fe, y anulada la promesa.
Pues la ley produce ira; pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión.
Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia; no solamente para la que es de la ley, sino también para la que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros.
(como está escrito: Te he puesto por padre de muchas gentes) delante de Dios, a quien creyó, el cual da vida a los muertos, y llama las cosas que no son, como si fuesen.
El creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había dicho: Así será tu descendencia.
Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara.
Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido;
por lo cual también su fe le fue contada por justicia.
Y no solamente con respecto a él se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación.
El proyecto de Dios se desarrolla con Abraham mismo porque él es el hombre que tiene más fe en Dios, en el único Dios Trascendente. Abraham, por tanto, ya no es solamente el fundador de la nación hebrea, sino que es el antepasado de quienes creen ciegamente en Dios. De modo que por medio de esta fe el hombre cree que Dios puede hacer revivir a los muertos (verso 17), y es por medio de esta fe que el hombre no vacila (verso 20). Y es por medio de esta fe que los justos creen que Jesucristo murió por nuestros pecados y que resucitó de entre los muertos para nuestra salvación (versos 24-25). Un primer efecto de la Gracia de Dios es la paz interior. Veamos a tal propósito estos versos del quinto capítulo (5, 1-5):
Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo;
por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.
Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia;
y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza;
y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.
Estos pasajes explican que el creyente está en paz, habiendo aceptado la Gracia. Si hubiera tenido que contar con las obras hechas por él, habría estado en perenne incertidumbre. Ahora, en cambio, el creyente está en paz con Dios, con sí mismo y con los demás, y el juicio de Dios ya no es una “pesada espada de Damocles que pende sobre su cabeza”.
El creyente que recibió la Gracia por fe es tan sereno que acepta incluso con serenidad las tristezas y las aflicciones de esta vida. Es más, Pablo de Tarso agrega que la aflicción produce paciencia, la paciencia produce experiencia y la experiencia genera la esperanza.
Traducción de Julia Escobar Villegas
julia.escobar.villegas@gmail.com